¿Dónde están las llaves?

domingo, 1 de agosto de 2010


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Amor: Sentimiento de afecto que el hombre experimenta hacia otra persona, por la que desea su felicidad y anhela su presencia.
Esa fue la fría respuesta que recibí al buscar la manera de denominar este sentimiento que inunda por completo cada segundo de mi vida, en el diccionario de tapas rojas que encontré en el armario mientras buscaba las llaves que me tenían preso en mi apartamento desde la noche anterior.
- Si yo hiciese un diccionario, incluiría en el cuando se tratase de definir sentimientos tan complejos como el amor advertencias y cosas por el estilo- pensé mientras rebullía en el apartamento que a pesar de ser pequeño dificultaba la búsqueda de las llaves por el desorden reinante.
Sin embargo, después de recapacitar en mis cavilaciones, llegue a la conclusión de que tal vez el objetivo de un diccionario no es el de advertir.
Sin embargo decidí ir de nuevo al armario en búsqueda de la palabra “Diccionario”; esto fue lo que encontré:
Diccionario: Libro en el que se contienen y explican, generalmente por orden alfabético las palabras de uno o mas idiomas…
Contener y explicar, no advertir de que puede pasar si se enamora uno un día cualquiera.
Aunque para ser sincero no fue un día cualquiera; el amor se tomo su tiempo para acomodarse allá adentro, en el sillón de mi corazón, para sembrar allí sus raíces y no volver a salir. Se sentó pesado, y allí se quedo, cruel, pero de rostro apacible, con una botella en la mano, botella que bebio lentamente, disfrutando cada gota de mí liquida alma.
- ¿Dónde estarán las llaves?- la verdad no era nada fácil encontrarlas, así que exhausto por la búsqueda, me dirigí a la nevera para sacar la botella de malbec que había comprado la noche anterior.
Con la fría botella en la mano me acomode en el sillón de cuero negro heredado por mi padre, y por un momento se me vino a la mente la imagen del cruel amor sentado en el sillón de mi corazón. Sonreí casi para mis adentros con una fría mueca que no lograba llegar al apacible amor.
De repente, pero sin parecerme para nada sorpresivo, Gregorio, mi gato gris se hecho sobre mis piernas para reclamarme, para reprocharme, mirándome con sus inmensos ojos amarillos. Esos ojos amarillos a los que mis negros ojos no pueden mentir.
Bebí el vino mientras acariciaba el suave lomo de Gregorio, tratando de escapar de su mirada inquisidora. La botella no tardo mucho en agotarse.
Gregorio ronroneaba y yo, ¡ha!, yo solo pensaba en ella.
Después de un corto rato que me pareció no superar los diez minutos, pero que había sido una hora según el reloj sobre el escritorio, Gregorio salto al suelo y se volvió a perder otra vez en el mar de mi desorden hasta la próxima vez en el sillón de cuero negro.
Retome la búsqueda de las llaves ya con pocas esperanzas y no muchos ánimos. De pronto me encontré frente a un espejo, y desde esa ventana de lo absurdo, me devolvió la mirada un hombre de 23 años, de barba y cabellos enmarañados que enmarcaban unos ojos tristes y abatidos por causa de la enfermedad que lo agobiaba, esa enfermedad tan vieja como el propio tiempo a la que los humanos solemos llamar amor.
Corrí al armario en búsqueda del diccionario, a, b, c, d, e…
Enfermedad: Alteración más o menos grave del funcionamiento del organismo.
No, no creo que sea como una enfermedad, después de todo, mi organismo funciona… Tal vez se como un…
Dolor: 1. Sensación molesta de una parte del cuerpo. 2. Sufrimiento, congoja.
Me quedo con el dos.
Cerré el diccionario para continuar con la infructuosa búsqueda de las llaves. Aunque, en realidad no me importaban las llaves, y prueba de esto era la forma extremadamente lenta e inanimada de buscarlas; en otro tiempo tal vez me hubiese importado, en ese momento era lo de menos, y aún así, era lo único que podía hacer.
Cansado ya de todo y con los efectos del vino en la cabeza, me senté de nuevo en el sillón de cuero negro, esta vez para torturarme, recordando aquella tarde bajo el gran roble, juntos, leyendo Rayuela, con una deliciosa botella de vino en la mano. Cortázar, vino y ella, a la sombra del gran árbol; belleza absoluta. Ahora me siento un poco culpable, por no incluir en mi felicidad ni a la Luna ni a Gregorio, mis dos amigos, los dos cimientos de mi vida.
Tal vez eso es lo que Gregorio me reprocha con sus inmensos ojos amarillos.
Pero esa tarde no me importaba, simplemente era feliz en aquel ambiente parisino del que nos embriagaba Cortázar en medio de una cálida tarde bogotana, bajo aquel majestuoso roble, testigo de tantas promesas.
Pero también me recordé días después, caminando con un paraguas en la mano, acompañado solo por la Luna, en la fría y lluviosa noche bogotana. Llegando a casa e introduciendo la llave en la ranura del cerrojo, entrando para sentarme en el sillón de cuero negro con Gregorio en las piernas, y sus ojos amarillos, clavados en los míos, mas grandes y reprochantes que nunca.
También recordé como el destino me había sonreído en los primeros años de vida, para luego hundirme el puñal que llevaba oculto, una y otra vez en los años venideros.
Realmente, solo la Luna y Gregorio me acompañaron; en silencio, ojos amarillos, cráteres grises. Nunca discrepaban, solo acompañaron y dieron consuelo en contrapunto del diccionario que respondía siempre frió, pero con una cordialidad casi amarga. Que siempre estuvo ahí pero que nunca acompaño cuando ella ya no estuvo aquí.
Cuando ya casi me dormía, sonó el timbre y pensé en no abrir, creyendo que tal vez era un vecino con algún estúpido requerimiento. Sin embargo mi cuerpo ya había tomado otra decisión y caminaba resuelto hacia la puerta de madera. Mire por el ojillo y descubrí con asombro y felicidad que mi vida no estaba tan mal. Saque las llaves del bolsillo del raído jean y con una extraña calma, abrí la puerta, para sentir como se impregnaba mi cuerpo, mi alma y mi apartamento de un cálido aroma a roble y vino.


Alexander Mendoza.

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